Mónica y Ángela nacieron en la comunidad de Buenos Aires, Las Naves, provincia de Bolivar, hace ya más de 40 años. Sus abuelos llegaron de las partes altas de la sierra huyendo de la miseria, en busca de tierras en las que poder trabajar y desarrollar una vida tranquila. De donde salían no había espacio para todos, las grandes haciendas controlaban gran parte de las tierras y los hijos de los campesinos no podían vivir con lo que heredaban de sus padres. Marcharse fue un desgarro para esa generación, acostumbrada al frío, el choclo, la papa, la zanahoria y la cebolla, a los paisajes serranos, y a tener sus familiares y amigos cerca. Cada vez que la abuela de Mónica recordaba la partida de su tierra, no podía dejar de escapar unas cuántas lágrimas de nostalgia. El subtrópico era muy diferente, tuvieron que aprender todo de nuevo: la cultura, las plantas, los animales, los cultivos que tenían más salida en ese ecosistema tan húmedo y caliente.
Los abuelos de Mónica y Ángela, al igual que los de tantos otros campesinos de la comunidad, consiguieron establecerse en las lomas y quebradas andinas que daban paso a la planicie de Los Ríos, una de las zonas con las mejores tierras del país. Si bien este comienzo fue duro, había suelo fértil y agua en abundancia. Cuando llegaron todo era puro monte, y los campesinos tuvieron que trabajar arduamente para construir sus casas y cultivar sus parcelas. Los más mayores todavía se acuerdan de que era frecuente encontrarse con jaguares, monos, tucanes… hasta se podían ver osos por esos parajes. Con la progresiva instalación de los cultivos, los animales huyeron monte arriba pero muchos de ellos todavía visitaban las plantaciones de los campesinos, en busca de la fruta madura desparramada por el suelo.
Los productores de Buenos Aires consiguieron prosperar rápidamente. En esta tierras se daba de todo: cacao, naranjas, limones, verde, tomates… No faltaba nunca qué comer. En su época de niñas, Marta y Ángela, veían transcurrir el tiempo entre juegos y sombras de frutales. Vivían muy felices, todo el día de un lado para otro, en la huerta, con los animales, ayudando a sus padres en alguna tarea, paseando distraídas por el campo. Fue lo que se podría entender como una infancia plena, con problemas y de carencias, que, desde el punto de vista de las dos niñas, no tenían importancia.
A medida que las dos niñas se tornaban adolescentes esta experiencia idílica comenzó a cambiar. Muchas veces, Marta y Ángela se juntaban con el resto de jóvenes en la cancha de la comunidad. El juego, ya fuera fútbol, voley u otra cosa, siempre estaba dominado por los varones. Ángela, quien desde chiquitita había jugado con sus hermanos a la pelota en las afueras de la casa, siempre se preguntaba por qué no estaba bien visto que ella pudiera jugar con los chicos. “Eso es una cosa de hombres, no serás marimacho vos!” le decían las demás niñas en tono burlón. Cuando escuchaba ese tipo de comentarios, Ángela se tenía que morder la lengua de la rabia, qué más podía hacer! Parecía que era la única chica a la que estas cosas le molestaban.
De hecho, a Marta lo de jugar o no a la pelota le traía sin cuidado. Alguna vez había acompañado a su amiga a tirar unos penaltis cuando la cancha estaba vacía, pero nada más. En verdad, el mayor interés de Marta en ir con los demás jóvenes a la cuadra tenía que ver con un coqueteo que mantenía con un chico un par de años mayor que ella. Siempre le decía a su amiga: “¡Ay, Ángela, con este hombre yo me he de casar un día, ya lo verás!”. Cuando Ángela escuchaba este tipo de comentarios con los que su amiga le brindaba con frecuencia, se la quedaba mirando estupefacta, como si fuera una alienígena.
Pues sí, Marta y Ángela eran cada vez más diferentes, pero eso no impedía que se mantuvieran como buenas amigas. Rondando ambas los 16 años, comenzaban a querer salir a las fiestas de los pueblos y comunidades vecinas. Las dos tenían ganas de conocer otros lugares, pasarla bien con el resto de sus amigos y conocer a gente nueva. Sin embargo, los papás de ambas se resistían a que sus hijas saliesen así no más de su entorno más cercano. “Mira que es peligroso, no sabes quién andará por ahí. Ya eres casi una mujer, ¡tienes que cuidarte y ser responsable!” les solían advertir. Claro que Marta y Ángela casi siempre lograban encontrar una manera de salirse con la suya, pero sí hacían caso a los consejos de cautela que sus padres les inculcaban. No volvían muy de noche, se cuidaban entre ambas, evitaban ciertas rutas que sabían que para ellas podían ser más peligrosas. Marta y Ángela podrían ser cada vez más diferentes, pero las dos compartían el hecho de ser mujeres jóvenes obligadas a tomar
precauciones.
La vida siguió su rumbo y las dos amigas entraban ya en la edad adulta. Marta finalmente se casó con aquel chico con quien coqueteaba en la cancha y se fueron a vivir a una comunidad no muy lejos de Buenos Aires. Tendrían hijos, trabajarían en el campo, con el cacao, las naranjas, las vacas. Marta estaba satisfecha con ese horizonte, siempre tuvo claro que quería ser madre, cuidar de sus animales y vivir tranquila en compañía de su familia.
Por su parte, Ángela estaba hecha un mar de dudas. No quería casarse ni loca, eso sería para ella el fin de su libertad. Además del fútbol, a Ángela siempre le había gustado estudiar, incluso llegó a ser dirigenta estudiantil. En la escuela la profesora le animó a que buscase cómo irse a la ciudad para continuar la universidad. Le encantaba la naturaleza y su sueño habría sido estudiar biología.
En su casa, sin embargo, no podían apoyarla. Su hermano, un año mayor a ella, ya se había ido a Babahoyo a formarse como técnico en informática y para ambos no alcanzaba. Sus padres le dijeron: “No te podemos costear la vida en la ciudad hijita, además te necesitamos para que nos apoyes aquí en la finca”.
Resignada, a Ángela no le quedó más remedio que aceptar su situación. Por lo menos, el trabajo en el campo sí le gustaba y como era muy inteligente, aprendió rápidamente. En muy poco tiempo, ya había reemplazado a su padre, mayor y enfermo, en la gestión de las fincas.
Los años pasaron, y la vida da muchas vueltas, ¿no es verdad? Las dos amigas, separadas por sus diferentes trayectorias de vida desde los 20 años, se volverían a juntar cuando se acercaron a los 40. Marta se separó de su marido porque la maltrataba y le acusaba de no poder tener hijos. Ella estaba convencida de que la cuestión era con él ya que en los exámenes médicos que se había hecho no habían encontrado ningún problema. Pero, cuando le proponía a él que se hiciera algunos tests se ponía hecho una furia. Llego un momento en que Marta no aguantó más y le dejó.
Por su parte, los papás de Ángela habían fallecido en el transcurso de este tiempo, quedando ella sola a cargo de la finca. Su hermano se había casado, había encontrado un empleo estable en la ciudad y no tenía ninguna intención de retornar al campo. Ella seguía sin tener ninguna intención de casarse. Algún romance vivía de vez en cuando, pero quería seguir conservando su independencia, eso lo tenía claro. Su familiares y amigos más allegados siempre le insistían: “pero mujer, ¿cómo vas a estar tú solita a cargo de todo? ¡Necesitarás a un hombre que te ayude con los negocios! Mira, tienes que conocer al sobrino de un amigo de un amigo, seguro que te va a encantar. Además, se te pasa la edad y debes tener hijos…” Siempre la trataban de encandilar con cuentos semejantes, pero Ángela no se dejaba convencer. Lo tenía muy claro.
Marta volvió a Buenos Aires, no tuvo más remedio. Tras su separación volvió a casa de sus padres, pero seguía sin encontrar su sitio. Se sentía extraña en la casa donde se había criado, compartiendo cuarto con su sobrina de 5 años. El pueblo y la gente ya no eran los mismos. Percibía ciertos silencios y miradas incómodas en torno a ella. Cuando iba a la tienda, cuando saludaba a los que durante años habían sido sus vecinos. Era como si la juzgaran por haber dejado a su esposo, como si la gente, sin saber nada, estuviera convencida de que la culpa era de ella. Esta vez era Marta la que se tenía que morder la lengua para contener la rabia. “¡Cómo se atreven!”, pensaba furiosa.
Con quien podía contar sin tener que preocuparse de qué pensará era con Ángela. A pesar de que habían perdido un poco el contacto, no les fue nada difícil volver a ser mejores amigas de nuevo. Un día, se hallaban las dos tomando un café en la casa de Ángela, contándose sus aventuras y desventuras. Reían alto, lloraban a ratos, recordando momentos y frustraciones. De repente, Ángela le propuso: “Pero mira, ¿y por qué no te vienes a vivir acá conmigo?” Las dos acá estaríamos genial, hay espacio de sobra y podríamos compartir el trabajo. ¡Así hasta tal vez pararían de decirme que busque marido!” Le soltó Ángela a Marta muy ilusionada. “Oye, pues no me parece mala idea verás. Pero, ¿y si nos vienen con los chismes de que nos hemos hecho novias? Ya sólo me faltaría.”, le contestaba Marta entre risas. Ángela también se echó a reír a carcajadas mientras le respondía. “Pues que digan lo quieran: amigas hemos sido siempre, ¡y más que amigas!”.